lunes, 23 de febrero de 2009

A CONTRATIEMPO

es bastante largo pero es muy interesante y leer no hace mal

Lo propio de los tiempos es que cambian y que nos hacen
cambiar con ellos sin que ni siquiera lo notemos.
No era precisamente ayer, pero tampoco han transcurrido
tantos años desde los tiempos en los cuales las manifestaciones
de protesta popular tenían que revestir necesariamente ese tono
serio, severo y gris tan propio de los asuntos importantes sobre
los que no se suele bromear. Incluso en los países donde ocupar
las calles no era por aquel entonces tan arriesgado como en
España, a nadie se le hubiese ocurrido hace tan sólo cuatro
décadas entrelazar la lucha con la fiesta, y la mera idea de que
algún día nos movilizaríamos contra la guerra a ritmo de salsa
se habría contemplado sin duda con una enorme perplejidad
teñida probablemente de cierta reprobación.
Sin embargo, instalados en una sociedad donde el acontecimiento,
la imagen, lo festivo, el espectáculo y lo mediático han
pasado a ocupar un lugar preeminente, hoy nos parece perfectamente
natural que las manifestaciones contestatarias adopten
tonos festivos, cuiden los aspectos estéticos y procuren captar
la atención de las cámaras de televisión para verse convertidas
en unas imágenes que son, paradójicamente, las que les
confieren realidad. Por supuesto, nadie decidió un buen día
que las movilizaciones políticas podían dejar de ser solemnes y
graves, simplemente ocurrió… No fue por casualidad, claro,
sino porque las características dominantes de una determinada
época impregnan subrepticiamente todo lo que en ella se produce,
incluida la expresión de las propias resistencias que las
cuestionan.
Se dirá quizá que esa impregnación y esa mimesis
sólo afectan a las formas y se limitan a moldear la expresión o
la manifestación de la protesta, dejando inalterados sus contenidos
y sus resortes; sin embargo, no está tan claro que la independencia
entre formas y contenidos sea menos ilusoria que la
que algunos postulan entre fines y medios.
No estoy sugiriendo que el discurso del antagonismo social
no deba estar en consonancia con el tiempo en el que se expresa,
en esa sintonía radican precisamente sus claves de inteligibilidad,
y está claro que ese discurso debe hablar con las palabras
de su época si pretende llegar a sus destinatarios. Pero
también está claro que es en este esfuerzo por sintonizar con
las formas establecidas de la discursividad contemporánea donde
radica el peligro de no hacer finalmente sino lo que los tiempos
presentes pretenden que hagamos, limitándonos a seguir
la corriente en lugar de procurar torcerla.

El reto consiste probablemente en conseguir pensar y actuar
a contratiempo, pero sin dejar por ello de pertenecer plenamente
a nuestro tiempo. Se trata, en suma, de asumir plenamente
la incómoda tensión generada por la doble exigencia de
sintonizar plenamente con el presente y de contradecirlo radicalmente.

LA SOLIDARIDAD ANTAGONISTA
Una breve mirada sobre la evolución histórica del concepto
de solidaridad y de las prácticas solidarias puede ser útil para
ilustrar las implicaciones de esa tensión. Han bastado algunas
décadas para que la expresión “Solidaridad Obrera” deje de
ser una expresión hasta cierto punto redundante. En los tiempos
de mayor difusión del periódico cenetista así titulado no
era estrictamente imprescindible añadir la palabra “obrera”
para especificar el sentido del término “solidaridad”. En efecto,
el propio concepto de solidaridad remitía directamente a la
experiencia de las luchas obreras porque fue en su seno donde
fue inventado, y porque sus claves de sentido se forjaron en el
fragor de los conflictos sociales.
A lo largo del siglo XIX las prácticas de ayuda mutua y los
lazos de unión que se fueron creando en el seno de las resistencias
obreras rescataron un concepto urdido en el ámbito jurídico
del derecho romano y lo traspasaron paulatinamente al
ámbito moral. Es así como la solidaridad pasó de designar la
responsabilidad jurídica indivisa contraída por varias personas en
un determinado asunto (responsabilidad in solidum), a
designar la ayuda proporcionada por unos trabajadores a otros
trabajadores implicados en una lucha. Lo que se extrapolaba
de esta forma desde el ámbito jurídico al ámbito moral no era
sino la afirmación de que la suerte de los trabajadores estaba
unida de forma indivisa tanto en las victorias como en la derrotas
protagonizadas por una parte de éstos.
Sin duda, la solidaridad representaba tan sólo una de las
diversas manifestaciones de las conductas de ayuda, y coexistía
en el ámbito moral con otras prácticas, como por ejemplo
la caridad cristiana. Sin embargo, aun compartiendo ciertos
aspectos las diferencias entre la solidaridad y la caridad eran
clamorosas. Dar cobijo y sustento a los hijos de los huelguistas
de La Canadiense no era tan sólo proporcionar una ayuda bien
intencionada a quienes la necesitaban, era también involucrarse
en una lucha que se reconocía como propia, aunque fuese protagonizada
por otros. En tanto que vinculaba de forma
indisociable la ayuda con la lucha, la solidaridad desbordaba
la simple compasión y lanzaba un auténtico grito de guerra
porque la desdicha que la suscitaba era causada, tenía responsables,
y era preciso ayudar a vencerlos. Las cajas de resistencia
promovidas por los sindicatos no pretendían tanto disminuir
los sufrimientos de los huelguistas como aportar municiones
para seguir disparando al enemigo. El gesto solidario era
un gesto eminentemente bélico, el apoyo que se brindaba tenia
una finalidad precisa y un destinatario específico, la ayuda prestada
remitía implícita pero directamente a la violencia, material
o simbólica, que anidaba en un conflicto donde el antagonismo
irreconciliable de las partes enfrentadas era tan evidente
como lo era su dimensión política.

LA SOLIDARIDAD DESARMADA
Pero los tiempos cambian… Hoy la expresión “Solidaridad
Obrera” ha dejado de ser redundante y es preciso adjetivar
la solidaridad si se quiere acotar uno de los múltiples sentidos
en los que se ha fragmentado. De hecho, el concepto de
solidaridad se ha resignificado mediante un doble proceso de
institucionalización que ha desactivado por completo su carga
política.
Por una parte, se nos convoca periódicamente para brindarnos
la oportunidad de expresar nuestros más elevados sentimientos
participando desde casa en actos solidarios
multitudinarios. Las impresionantes fiestas de la solidaridad
organizadas regularmente por las televisiones combinan con
maestría la incitación a la compasión con el espectáculo y con
la diversión. En una sociedad basada en la lógica de la mercancía
es obvio que ni siquiera los sentimientos podían quedar al
margen de un mercadeo donde se consumen emociones y se les
pone precio.
Nuestra generosidad se ve espoleada por la erótica
de participar en un acontecimiento importante –y lo es puesto
que la televisión habla de él–, donde se puede incluso batir
eventualmente algún record de donativos o de donantes, y donde
ser solidario resulta al fin y al cabo sumamente liviano. A
esas convocatorias periódicas, donde la solidaridad queda convertida,
ella misma, en espectáculo, se suman convocatorias
circunstanciales ante acontecimientos puntuales como las catástrofes
naturales o provocadas por la mano humana, y se
añaden emotivas campañas para afrontar algunos problemas
endémicos como el hambre o las enfermedades.
Por otra parte, se ha institucionalizado progresivamente la
ayuda prestada de forma benévola a quienes están aquejados
de las más diversas carencias y necesidades encomendando a
las ONG’s y al voluntariado la creación de una red donde la
solidaridad encuentra un permanente cauce de expresión.
Este doble proceso ha vaciado la solidaridad de sus antiguas
connotaciones y le ha conferido unos rasgos diametralmente
opuestos a los que presidieron su desarrollo en el siglo
XIX y en la primera mitad del siglo XX. Se ha evacuado toda
referencia implícita a la lucha, a la violencia del conflicto social
entre pudientes y explotados, y al intenso sentimiento de
pertenencia a uno de los dos polos antagonistas. La solidaridad
ya no evoca hoy el enfrentamiento social y político, y la
férrea voluntad de derrotar al adversario. Situada a mil leguas
semánticas del enfrentamiento, tan sólo evoca bondad y comunión
de todos los seres humanos en un gran impulso de
ayuda mutua que ignora lo político y que remite exclusivamente
a los buenos sentimientos potenciando un clima general
de papanatismo bien intencionado.
Está claro que la solidaridad que se ejerce desde las posturas
antagonistas se desmarca de las prácticas solidarias hoy
dominantes, pero ¿cuantas veces cedemos, individual o colectivamente,
a las presiones para contribuir “solidariamente” a
paliar tal o cual desgracia acaecida en tal o cual parte del mundo,
o para ayudar a resolver tal o cual carencia o necesidad
manifestada por un determinado colectivo, aportando así nuestro
granito de arena a la mutación contemporánea del concepto
de solidaridad?
El problema no radica tanto en los avatares que haya podido
sufrir el concepto de solidaridad, como en la sospecha de
que, de la misma manera en que algunas de las características
dominantes de nuestro tiempo se han incrustado en las prácticas
solidarias, también estén contaminando otros planteamientos
antagonistas.

EL CIVISMO UNIVERSAL
Los actos de protesta, los actos reivindicativos, deben ser festivos
pero no pueden ser violentos. Pueden ser más o menos
radicales en sus contenidos, pero deben ser exquisitamente cívicos
y pacíficos en sus formas. Los telediarios no dejan lugar a la
más mínima duda al respecto: una manifestación exitosa es una
manifestación que se ha desarrollado en tono festivo, lo cual
indica que no se han producido incidentes y que todo ha transcurrido
pacíficamente. Parece que por sobre todas las cosas la
violencia es lo que debe ser exorcizado, hoy, de la vida social.
Que la violencia que marca nuestra época sea, o no, mayor
que la de otros tiempos es una cuestión opinable, pero de lo
que no cabe duda es que la violencia ocupa actualmente un
lugar mucho más visible y que su presencia es tan constante
como lo son, simultáneamente, las voces que la condenan. La
espectacularización de la violencia se une a la conciencia de la
fragilidad del planeta para alentar en nosotros un enorme deseo
de paz.
Por una parte, las pantallas de los televisores rebosan de
una violencia cotidiana que irrumpe en nuestras casas con cada
informativo: violencia de género, violencia terrorista, violencia
militar, violencia urbana, catástrofes naturales o humanas,
cadáveres, sufrimientos y mutilaciones por doquier… Día sí y
otro también quedamos saturados hasta la saciedad por una
avalancha de imágenes que no pueden sino provocar el hastío
por la violencia y que abonan el terreno para que seamos
hipersensibles a las exhortaciones contra la violencia que repite
machaconamente el discurso institucional.
Por otra parte, se estimula la convicción –a la cual el
ecologismo ha aportado sin duda su granito de arena– de que
estamos todos en un mismo barco. Un barco que conviene preservar
de los temporales, y cuya seguridad no debe ser amenazada
por nuestras disputas porque si se hunde nos vamos todos
a pique con independencia de nuestro nivel de renta y de
nuestras discrepancias ideológicas. Creciente convicción, por
lo tanto, de que en tiempos de globalización y de incipiente
conciencia planetaria se impone la solidaridad, entendida como
reacción compasiva ante la desgracia que aqueja al prójimo, y
se requiere la constante evitación de la violencia.
Así las cosas, podría parecer que sólo quepa sumarnos con
entusiasmo al grito generalizado contra la violencia, aplaudir
sin reservas su erradicación de la expresión de los conflictos y
de las protestas, y que sólo quepa, en suma, celebrar la larga
marcha hacia la progresiva pacificación del mundo
. Y esto es
efectivamente lo que deberíamos hacer si la partida a la que se
nos invita no estuviese amañada y si se generalizase el desarme.
Pero, mira por dónde, sólo uno de los contendientes debe
entregar las armas, mientras la violencia que ejerce su oponente,
y su capacidad para ejercerla, no cesan de crecer y de incrementar
su grado de sofisticación.

Ya sé que desde las posturas antagonistas se asume perfectamente
este tipo de planteamiento, sin embargo, en la práctica,
¿cuántas veces salimos a la calle temerosos de que se produzcan
incidentes que descalifiquen nuestra protesta, y dispuestos
a intervenir para evitarlos? ¿Cuántas veces autocensuramos
la contundencia de nuestras respuestas colectivas frente a las
injusticias y a los atropellos para que no se nos tache de “violentos”?
Por supuesto, no se trata aquí de elogiar la violencia ni de
celebrar su ejercicio pero sí se trata de incitar a dejar de participar
en el juego de su obsesiva descalificación sistemática, y
de su criminalización por principio, mientras no se cuestione
con el mismo ahínco la violencia de las instituciones y del capital
.

Estas breves anotaciones en torno de la violencia, o mejor
dicho, en torno de la inconveniencia de dejarnos atrapar en la
interesada hipocresía del discurso oficial que la repudia, sólo
pretenden subrayar la relativa facilidad con la cual las resistencias
contra el sistema acaban por formularse en los términos
que él mismo nos sugiere.

Contra el discurso dominante que dice incluso cómo debe
ser el contradiscurso, contra las fuerzas que nos empujan a ser
mero reflejo de nuestro tiempo, no hay otra alternativa que la
de situarnos a contratiempo, y esto significa que es preciso
radicalizar nuestro discurso y nuestro quehacer, aun a riesgo
de cosechar mala reputación y de cotizar a la baja en la bolsa
de la respetabilidad mediática.

Pero hablar de radicalismo no deja de ser problemático y
requiere algunas matizaciones.

EL IMPRESCINDIBLE RADICALISMO
El dilema entre radicalismo y posibilismo es tan antiguo
como la propia política y su expresión moderna data de los
anhelos revolucionarios decimonónicos. Está claro que el radicalismo
reduce las audiencias mientras que el posibilismo las
ensancha. El primero ronda la ineficacia absoluta porque la
insignificancia de sus tropas hace que ni siquiera alcance a iniciar
la larga marcha revolucionaria que propugna. Frente a la
tentación radical un reciente lema advierte acertadamente: solos
no podemos, y además no sirve…. El segundo se hunde en
parecida ineficacia porque acaba reproduciendo los rasgos fundamentales
de lo ya existente: meros cambios cosméticos, al
final de un viaje transformador de tan corto vuelo que ni siquiera
merecía ser emprendido. Se podría decir, con igual acierto:
juntos podemos, pero de nada sirve….
Sin duda, lo ideal consistiría en hallar ese delicado punto de
equilibrio donde el radicalismo aún conserva alguna eficacia
transformadora y donde el posibilismo aún no ha perdido toda
la suya. Saber detenerse en la vía del radicalismo antes de desembocar
en el aislamiento extremo, saber detenerse en el camino
del posibilismo antes de ser engullidos por la lógica dominante.
El problema, por decirlo de forma gráfica, es que ambos
caminos discurren por pendientes fuertemente inclinadas y que
no existe sistema de frenada. El radicalismo, o no es propiamente
tal o bien exige dar incesantes pasos en la búsqueda de
una mayor pureza, mientras que el posibilismo exige que se
ensanchen cada vez más las bases de los consensos. Ninguna
de las dos trayectorias es capaz de estabilizarse en un punto de
equilibrio, las dos llevan en sí mismas su propio exceso y su
ineficacia final a la hora de provocar cambios sustanciales. El
radicalismo exige un radicalismo cada vez mayor, el posibilismo
exige unos planteamientos cada vez más edulcorados, ésta es
la lógica interna de ambos planteamientos.
Pero si bien es cierto que, abandonada a sí misma, ninguna
de las dos corrientes es capaz de autorregularse, sin embargo sí
cabe la posibilidad de que, forzadas a coexistir en el seno de un
mismo proyecto como puede ser, por ejemplo, el de CNT o el
de CGT, cada una contrarreste los excesos de la otra. La única
exigencia para que esto sea posible es que no se rompan del
todo los puentes que hacen posible esa tensa coexistencia. Como
es lógico los riesgos de ruptura siempre afloran con mayor intensidad
en las filas radicales que en las filas posibilistas, puesto
que unas anteponen los contenidos al número mientras que
las otras están dispuestas a negociar los contenidos para incrementar
el número de quienes los respaldan. Sin embargo, el
hecho de que sean los posibilistas quienes sean más proclives a
tolerar voces radicales en sus filas es una feliz casualidad porque
son precisamente ellos quienes más están necesitados de
voces que hagan contrapeso a sus tendencias evolutivas. En
efecto, los radicales reman a contracorriente y por lo tanto sólo
su propia dinámica interna los empuja hacia la creciente exacerbación
de su radicalismo, mientras que los posibilistas van
en la dirección de la corriente, y ésta contribuye pues a arrastrarlos
con mayor rapidez hacia el preciso punto donde su eficacia
transformadora queda neutralizada.
Dicho con otras palabras, desde la línea posibilista es mucho
más difícil resistir a la simbiosis con las formas dominantes
de producción de subjetividades, porque sólo se puede ser
muchos, y ser cada vez más, si se es como los consensos dominantes
dicen que hay que ser. Es decir, conformes a los dictados
de la época presente.
Desde la perspectiva de una transformación sustancial de la
sociedad contemporánea, ni el radicalismo ni el posibilismo
tienen, por separado, posibilidad alguna. Su coexistencia es
indispensable, a pesar de que ambos perciban al otro como un
obstáculo que conviene neutralizar. Esto significa que es tan
necesario y tan positivo militar en una u otra de estas dos corrientes,
puesto que ninguna es prescindible. Sin embargo, la
creciente eficacia que están adquiriendo los medios de conformación
de las subjetividades colectivas aconseja situarse a contratiempo
y privilegiar, hoy por hoy, el fortalecimiento de las
voces radicales.


Tomas Ibañez

2 comentarios:

punk luddita dijo...

Ahora leo el texto...parece interesante.

estoy escribiendo algo, ya te lo voy a mandar.

te pego esta data:

Pre-convocatoria al 3º ENCUENTRO ESTUDIANTIL-DOCENTE LIBERTARIO

En octubre de 2008 se llevo a cabo en Mar del plata el 2º Encuentro Estudiantil-Libertario (en Mayo del mismo año tuvo lugar el primer encuentro, en la ciudad de La Plata). Participamos de éste segundo encuentro, agrupaciones e individuos anarquistas que estudiamos y militamos en distintos colegios secundarios, terciarios y universidades de Mar del Plata, Bahía Blanca y Buenos Aires. Entre los/as allí presentes acordamos la realización de un tercer encuentro en Buenos Aires en Agosto de 2009.

El objetivo de esta pre-convocatoria entonces, es invitarlos a participar del intercambio y discusiones, así como de la preparación del próximo encuentro. Quienes estén interesados/as en hacerlo, pueden solicitar que los/as incluyamos en nuestro grupo de mails escribiéndonos a encuentrolibertario@gmail.com.

¡Salud y Revolución Social!

(la preconvocatoria completa está en el blog)

salud, alegría y anarquía para todxs

Los InvIsIbles dijo...

Hola! cuantos temas aborda el texto que abren debate. imposible dar una opinion completa x aca. muy bueno haber encontrado este espacio.
el tema con el que abrimos el programa que subimos se llama "El vindicador" y es de Responsables No Inscriptos.
Bueno hay muchos diparadores para tocar en la radio, espero nos sigas escuchando.
salud